Desde comienzos del estallido social, funcionarios de Carabineros reprimieron a quienes registraron con cámaras fotográficas o teléfonos imágenes de manifestaciones callejeras o de violencia policial. De acuerdo con un análisis realizado por Documenta a 1.288 querellas presentadas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos —de un total de 2.499—, se identificaron 85 casos de abusos y lesiones graves contra personas que registraban manifestaciones. Golpizas y heridos con perdigones, bombas lacrimógenas o chorros de agua fueron parte de los castigos propinados por uniformados, quienes supusieron que registrar imágenes era una provocación, si es que no una amenaza que podía inculparlos de un delito.
Ese mediodía de domingo, como hacían todos los fines de semana, Jonathan y Francisca caminaron a la feria más cercana de su departamento de avenida Costanera, frente a playa Changa de Coquimbo, y luego de hacer las primeras compras se empinaron por avenida Portales para buscar pan y víveres. A esas horas del 20 de octubre de 2019, algunos locales de los alrededores ya habían sido saqueados, de modo de que un piquete de Carabineros a cargo del capitán Ricardo Luengo resguardaba un supermercado Santa Isabel de calle Aníbal Pinto casi esquina Portales. Como se ve y escucha en un video que la pareja grabó mientras se dirigía, precisamente, a esa esquina, el lugar está tranquilo y, cuanto más, a lo lejos se escuchaban gritos de protesta. No se ven más que unas pocas personas caminando, apurando el tranco con bolsas con compras como las que carga la pareja. No hay manifestantes, no hay amenaza alguna. Lo que parece haber molestado al capitán Luengo fue percatarse de que Jonathan lo grababa con un teléfono celular, mientras caminaba al otro lado de la calle.
—Como el ambiente estaba tenso, la idea era pasar grabando por cualquier cosa —dice hoy Jonathan Montano Ampuero, 29 años, analista programador y, para ese entonces, empleado de un colegio municipal de la ciudad.
Lo hizo, dice luego, sin pensarlo mucho, y sobre todo sin calcular que el oficial a cargo del piquete se le vendría encima y, en cosa de segundos, lo reduciría y golpearía en el suelo junto a sus subalternos.
A la vista de testigos, y de lo que se ve en ese primer video grabado por la pareja, no hay ningún motivo para que Jonathan Montano fuera golpeado. Pero lo que definitivamente no se explica es por qué si ya estaba reducido, esposado boca abajo contra el piso, el capitán Luengo se le acercó apuntándolo con una escopeta antidisturbios y, a uno o dos metros de distancia, como quien sacrifica a un animal, le descerrajó un cartucho de perdigones que entró de lleno poco más abajo de las costillas.
Lo que siguió fue grabado por otro testigo y, en paralelo, por la pareja de Jonathan, que también recibió fuertes golpes y un culatazo del capitán Luengo, quizás porque intentó defender a su pareja o porque luego sacó su teléfono para registrar lo que estaba ocurriendo. De hecho, como se ve en las imágenes que grabó ella, un carabinero le arrebató el teléfono y lo pisó contra una alcantarilla, sin que la grabación se detuviera.
A duras penas, porque ahora sí que se resistió como pudo, Jonathan fue subido a una patrulla policial a punta de golpes y culatazos en las costillas dados por el mismo capitán Luengo, que había vuelto a cargar su escopeta para amenazar a otra persona que grababa con su teléfono.
Eran pasadas las dos de la tarde y Jonathan Montano, que sangraba por el disparo, era conducido rumbo a un calabozo de la Segunda Comisaría de Coquimbo. De pronto, se le había venido la noche. En cierto modo también, aunque más lento y crepuscular, anochecía en la vida y en la carrera del capitán Ricardo Esteban Luengo Aracena.
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En los días y meses posteriores al estallido del 18 de octubre, fueron decenas las personas golpeadas duramente y heridas de diversa consideración por Carabineros —y en menor medida, por funcionarios del Ejército—, por el hecho de encontrarse grabando o fotografiando manifestaciones o episodios de violencia policial. De un total de 1.288 querellas analizadas para este reportaje, a partir de las 2.499 que el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) había interpuesto en la justicia hasta septiembre último, se identificaron 85 casos asociados a represalias en el contexto de registros fotográficos y audiovisuales. Porque a fin de cuentas fue eso: un método de castigo por lo que pudo ser interpretado por la policía como una provocación, si es que no también un procedimiento para borrar evidencia que pudiera inculpar a funcionarios policiales involucrados en abusos.
Si bien Santiago es la ciudad que concentra el mayor número de denuncias, del total de las 85 catastradas, el 75,3% corresponde a hechos ocurridos fuera de la Región Metropolitana. Solo Concepción e Iquique, la segunda y tercera ciudad con más casos, suman en conjunto casi tantas víctimas de esta categoría que la Región Metropolitana. Pero de seguro existen más denuncias, y no sólo porque es una muestra del total de las querellas del INDH. Como explica el jefe de la Unidad Jurídica de este organismo, Rodrigo Bustos, hubo víctimas que hicieron las denuncias directamente en alguna fiscalía o bien las denuncias fueron hechas por funcionarios de salud, a quienes la ley obliga a dar cuenta de hechos en los que puede suponerse un delito.
Como sea, en la muestra analizada hay tanto fotógrafos o camarógrafos profesionales como personas que no tienen relación laboral con ese ámbito. Aficionados a la fotografía, curiosos, gente que simplemente quería documentar un momento histórico, gente que pretendía denunciar un abuso y terminó siendo víctima de otro. Personas como Gonzalo Sánchez Uribe, estudiante de Trabajo Social que fue golpeado y detenido en San Pedro de la Paz, y de paso sufrió la destrucción de su cámara de fotos. Como Moisés Órdenes Corvalán, pintor que perdió la visión de un ojo y sufrió otras serias lesiones tras ser agredido en Plaza Ñuñoa por un piquete de carabineros, mientras golpeaba un sartén a la vez que registraba el entorno con un teléfono celular durante el toque de queda.
El de Moisés Órdenes es tal vez el caso más conocido de este tipo, porque esa noche de 21 de octubre en la que fue agredido había cerca una cámara de CNN/Chilevisión que transmitió en vivo el momento exacto de la golpiza. Por eso, y porque esas imágenes han servido como principal medio de prueba para formalizar a trece carabineros. Es la investigación con el mayor número de policías formalizados, aunque no necesariamente el que más ha avanzado en esta categoría de víctimas. El de mayores progresos es el de Jonathan Montano y su pareja, y eso en gran parte gracias a una cámara de teléfono celular.
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Como Jonathan es aficionado al Pokémon Go, un juego virtual de realidad aumentada, suele usar dos teléfonos para jugar. Eso explica que el día en que fue agredido llevara dos consigo. El primero quedó destruido en el lugar en que fue agredido. El segundo, sin embargo, quedó en uno de sus bolsillos cuando lo arrojaron en un calabozo de la Segunda Comisaría de Coquimbo. Nadie se tomó la molestia de revisarlo ni de registrar su detención. Estaba solo y sin señal, y como estaba herido y creyó que moriría ahí, tuvo la ocurrencia de activar su teléfono en función video, de modo de que quedara registro de su suerte.
En los primeros nueve minutos —de un total de 47 y medio que dura la grabación—, Jonathan jadea y se queja de las heridas, sin pronunciar palabra. De fondo se escucha el eco de voces y botas que van de un lado a otro. También se escucha el momento en que Jonathan se desploma y pierde el conocimiento. Entonces se acercan dos carabineros, uno de los cuales le dice al otro, alarmado:
—Chico, chico, tiene metido el perdigón. Tráete toalla nova, mejor, está perdiendo mucha sangre.
—Llámate a una ambulancia mejor, oh —propone el otro.
Pero como la ambulancia puede demorar, el primero comienza a meter los dedos en la herida de Jonathan para sacarle, uno a uno, los perdigones alojados en la carne viva.
A esas alturas, Jonathan ha recobrado el conocimiento y se queja del dolor.
—Aguanta, aguanta, que estoy sacando pus —lo anima el carabinero que le presta auxilio.
Y Jonathan aguanta, aguanta y se entrega, porque en un momento de confianza, mientras siguen trajinando su herida, esgrime que “ni siquiera estaba protestando”.
A esas alturas Jonathan Montano es un problema que recorre toda la comisaría. Se escuchan gritos, voces de alerta, trancos de botas apuradas. Una carabinera se acerca a preguntar lo que ha ocurrido y su colega que asiste al herido hace un resumen de la situación:
—Le pegaron frente a frente con los perdigones. Me mostraron el video, le sacaron la chucha…
Cerca de treinta minutos después de iniciada la grabación, Jonathan está por fin arriba de una ambulancia, camino al Hospital San Pedro de Coquimbo. Entre lamentos, mientras es atendido, le dice a un paramédico algo que expresa un cierto alivio y que también queda registrado en el teléfono:
—Ay, no puedo creerlo.
Pero todavía quedarán cosas para no creer.
Una vez en el hospital, mientras es llevado en una camilla, ve aparecer al capitán Luengo, acompañado de tres subalternos, los mismos tres que también lo habían agredido en la calle. Caminando detrás de él, el capitán se le acerca al oído y le dice que no sea llorón, que, una vez de vuelta en la comisaría, se las va a ver con él.
Por fortuna para Jonathan, una vez de regreso en la comisaría, cerca de la medianoche, el capitán Luengo no se dejó ver. Jonathan pasó la noche en un calabozo, y a la mañana del día siguiente, cuando compareció ante el Juzgado de Garantía de la ciudad, el juez escuchó la relación de los hechos y declaró que la detención había sido ilegal y lo dejó libre.
El capitán Ricardo Luengo, en tanto, también siguió libre, y al día siguiente, la noche del 22 de octubre, mientras regía toque de queda en Coquimbo, cargó contra un periodista.
Leonardo Silva Vargas, que transmitía en vivo para el medio Mi Radio, despachando a través de la cámara de su teléfono, cree hoy que el asunto con el capitán se había originado unas horas antes de ese mismo día, cuando fue testigo del momento en que Luengo y sus hombres golpeaban fuerte en el suelo a dos detenidos que ya estaban reducidos en la misma esquina en que dos días antes habían baleado a Jonathan. Pero el periodista estaba ahora al interior de su auto, estacionado frente al Hospital de Coquimbo. Y mientras despachaba en vivo, dio cuenta de que un grupo de carabineros bajaba de un furgón y se dirigía hacia él para controlarlo.
—Su identidad, por favor.
Como se ve en el video, el periodista, siempre al aire, entrega su salvoconducto por la ventana del auto. Luego le piden su cédula de identidad, y cuando está buscándola alguien abre la puerta del copiloto y asoma una escopeta antidisturbios, apuntándolo a menos de un metro. Es el capitán Ricardo Luengo.
—Está en toque de queda, ¡bájese, bájese, bájese! —le grita.
El periodista baja y mientras sigue transmitiendo ve al capitán Luengo que se le viene encima, gritándole:
—¡Las manos arriba, las manos arriba, las manos arriba!
Y entonces, sin más, antes de que el periodista tenga tiempo para levantar las manos, Luengo comienza a golpearlo y la imagen del teléfono se va a negro.
De acuerdo con la querella presentada por el INDH por este hecho, el capitán golpeó la cabeza y la espalda del periodista con la culata de la escopeta, dejándolo tendido en el piso, lo mismo que a su teléfono celular, que quedó destruido.
—Yo creo que lo que le molestó fue que yo estuviera transmitiendo en vivo, sobre todo porque poco antes había dado cuenta de la golpiza en el piso a dos detenidos —dice hoy el periodista—. No me lo explico de otra forma.
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A la luz de los testimonios recogidos para este reportaje, en los días posteriores al estallido social hubo otras versiones del capitán Luengo desplegadas en distintas regiones del país. Uniformados que hicieron de quienes documentaban manifestaciones un blanco selectivo de escopetas antidisturbios, bastones y botas.
En la querella presentada por el caso de la fotógrafa italiana S.D.D. se relata que el 28 de octubre, en el centro de Santiago, luego de sufrir lesiones a la vista y a la piel por el impacto del chorro de un carro lanzaaguas, un carabinero la siguió “para luego apuntar su arma directamente hacia ella y percutar un disparo de escopeta a corta distancia”. De acuerdo con su testimonio, alcanzó a cubrirse y esquivar el tiro.
Una suerte distinta tuvo Rodrigo Palavecino Escobar, que el 20 de octubre documentó con su cámara de fotos el momento en que un contingente de militares fue forzado a retroceder por avenida Andrés Bello, cerca de Plaza Italia. El ambiente estaba tenso y Palavecino, que tiene más vocación de fotógrafo de arte que de fotoreportero, iba envalentonado adelante de los manifestantes, captando los rostros de militares que, entre asustados y amenazantes, parecían no saber bien qué hacer. Y lo que hicieron, más bien lo que hizo el oficial que estaba a cargo de ese grupo, fue apuntar su escopeta a quien lo apuntaba con su cámara y disparar.
Rodrigo Palavecino terminó con cuatro perdigones alojados en su pierna derecha, dos de los cuales siguen donde mismo un año después.
En rigor, como se ve en las imágenes de video captadas por un testigo, el militar podría haberle disparado a cualquiera, pero eligió a uno de los que estaba más cerca, a cuatro o cinco metros, que a la vez era el único que no lo agredía a gritos o pedradas. “Sólo lo fotografié”, se queja Palavecino al teléfono desde su casa en Frutillar, “pero es como si lo hubiera apuntado con un arma”.
En otros casos, como el ocurrido con la fotógrafa aficionada M.L.P.S. en Valparaíso, no hubo necesidad de apuntar a nadie con una cámara. Es más, esa tarde del 25 de octubre, la mujer de 37 años recibió un impacto de perdigón a corta distancia en uno de sus ojos, pese a que segundos antes se mostró “alzando sus brazos y mostrando su cámara a los policías”, según se lee en la querella del INDH.
—La verdad es que en esos días le disparaban a cualquiera, sin importar si eras reportero gráfico, fotógrafo o lo que fuera, les daba igual —recuerda Felipe Poblete Gamboa, fotógrafo de la Vicerrectoría de Extensión de la Universidad de Chile, quien recibió perdigones que fueron a parar a su pecho, costillas y una de sus manos, la tarde del 21 de octubre. Estaba junto a otros reporteros gráficos en el bandejón central de la Alameda, a la altura de Portugal, en Santiago, cuando un carabinero disparó directamente al grupo, a una distancia de cerca de diez metros, hiriendo a varios. —Por suerte alcancé a cubrirme el rostro con la cámara —dice Poblete—. Me rompieron el lente, pero me salvé de algo peor.
De seguro, todo fotógrafo que documentó las manifestaciones de esos días tiene una historia que contar, pero quizás ninguna como la de Johan Berna.
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Cuando decidió salir a la calle con su cámara de fotos, Johan Luis Berna Trincado no tenía más que una credencial de la Asociación Nacional de Fútbol Profesional que lo acreditaba como fotógrafo deportivo de elboyaldia.cl, medio regional para el que sacaba fotos de los partidos que Deportes Iquique disputaba en la ciudad. Era por tener algo a la vista, dice hoy, pero lo cierto es que a la luz de lo ocurrido le sirvió de poco: en los primeros cuatro meses de manifestaciones recibió tres impactos de bombas lacrimógenas, además de chorros de agua ácida, gas pimienta y, lo que parece más grave, amenazas veladas con nombre y apellido.
La primera vez ocurrió la noche del 19 de octubre, cuando registraba manifestaciones frente al regimiento de la IV División del Ejército de Chile. Supuso que si se ubicaba más cerca de los carabineros que de los manifestantes estaría a salvo, pero se equivocó, porque una bomba lacrimógena disparada a una distancia de veinte metros dio de lleno en sus costillas.
Dice que aunque el impacto le provocó un hematoma severo, esa primera vez no le tomó mayor importancia. Pero un par de días después, cuando fotografiaba manifestaciones en el centro de la ciudad, fue abordado por un oficial de Carabineros que ordenó de mala manera que le hicieran control de identidad. Esa fue la primera vez que Johan Berna le vio la cara al capitán Marco Antonio Pérez Zumelzu, aunque todavía no sabía su nombre ni la fama que comenzaba a hacerse en la ciudad.
—Ahí me dice que yo estaba dándole información a los manifestantes, que los estaba sapeando (a los carabineros) y que me fuera con cuidado. Por todo lo que vino después entendí que me tenían marcado, porque desde entonces me gritaban Ahí está el hueón, ahí está el tontito otra vez sacando fotos.
En cierto modo, era un poco así, porque Johan Berna estaba todos los días en las calles de Iquique sacando fotos en el campo de batalla. Y como a fin de cuentas Iquique es una ciudad pequeña, con una sola subcomisaría de Fuerzas Especiales, era frecuente que se cruzara casi a diario con el capitán Pérez. De acuerdo con el testimonio del fotógrafo, el capitán se burlaba de él y le hacía morisquetas y gestos como simular rasgueos de guitarra con su escopeta. “A ver, sácame una foto ahora, me gritaba sonriendo, y cuando yo levantaba la cámara para sacarle una foto, dejaba de hacer la mímica de la guitarra y se ponía serio. Yo bajaba la cámara y volvía a sonreír y a hacer como que tocaba la guitarra con la escopeta. Así nos íbamos”.
Entre tanto, casi tres semanas después del primer impacto de bomba lacrimógena, Johan recibió el segundo. Esta vez fue en un costado de su cabeza, en la esquina de Juan Martínez con Hernán Fuenzalida, en circunstancias que era el único fotógrafo presente en el lugar. No llevaba casco y fue atendido por voluntarios de la Cruz Roja. Luego, el 9 de diciembre, vino el tercer impacto, que le llegó de lleno en la pierna, cuando corría en las cercanías de Héroes de la Concepción con calle Las Rosas. Como no había un puesto de auxilio cercano, fue asistido por una vecina.
Las cosas con el capitán Pérez fueron escalando. De acuerdo con el relato del fotógrafo, hacia comienzos de año, en el centro de la ciudad, el oficial le hizo un gesto a lo lejos para que se acercara. “Oye, Johan, ven, en buena, quiero conversar contigo, me dijo mientras se acercaba y yo retrocedía. No te voy a hacer nada, tranquilo, solo quiero decirte que estuvimos revisando tu Instagram y tus fotos están súper buenas, te felicito”.
Johan, Johan. El nombre del fotógrafo salió de la boca del capitán Pérez varias veces desde entonces. Como se ve y escucha en tres videos captados en marzo de 2020, el uniformado a quien el fotógrafo identifica como el capitán Pérez, le dice: “Estás identificado, Johan Berna”. En el segundo video, se escucha: “Sale, Johan”. Y en el tercero, grabado por el mismo Johan, se escucha a este cuando encara al oficial: “Me estái haciendo amenazas hace días. Eso no se hace, compadre, estoy trabajando”.
Para entonces ya habían ocurrido otros dos últimos episodios: el primero en diciembre, cuando fue rociado con gas pimienta en la cara; y el segundo, el 13 de enero, al recibir un chorro de agua de un carro de Carabineros que le quemó la piel. Esta vez, a diferencia de todas las otras, el fotógrafo no aguantó el ardor y, después de algunos días, se animó a visitar un consultorio de salud, donde le diagnosticaron urticaria alérgica. Y ahora sí, forzado por las circunstancias, a Johan Luis Berna Trincado, de 29 años, no le quedó otra que tomarse un descanso de las calles, descanso que aprovechó para presentar la denuncia de su caso ante el INDH de la región. Unos días después, volvió a las calles.
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Al día siguiente de que Johan fuera herido por última vez en Iquique, en Coquimbo se celebró una audiencia de formalización que captó la atención de la ciudad. Ese día, 14 de enero de 2020, el capitán de Carabineros Ricardo Luengo Aracena era acusado en un tribunal de los delitos de torturas, apremios ilegítimos, falsificación de instrumento público y obstrucción a la investigación, todos por la causa agrupada en torno a los casos de Jonathan Montano y su pareja, y la del periodista Leonardo Silva.
De acuerdo con la abogada del primero, Cecilia Álvarez, había suficiente evidencia para que el capitán Luengo quedara en prisión preventiva. No solo estaban los videos y el testimonio de testigos, que daban cuenta de la violencia arbitraria en el actuar del oficial, sino también un sumario de Carabineros en el que subalternos de él dejaban en entredicho su versión. Pero había otra cosa: tras los ataques, las tres víctimas habían acusado amenazas y amedrentamientos.
De hecho, para el día de la formalización, Jonathan Montano había dejado el país y pronto lo haría su pareja, temiendo por sus vidas. Desde Canadá, donde viven hoy, cuentan que fueron víctimas de seguimientos sin disimulo de patrullas de Carabineros, de llamados anónimos amenazantes y de dos robos a su departamento que no fueron robos, porque —quienes quieran que hayan sido— solo se preocuparon de dejar señales de que habían estado dentro.
—Estábamos aterrados —cuenta Francisca Alfaro, pareja de Jonathan—. Pusimos alarma y cámaras en el departamento, y dormíamos con el sillón contra la puerta de entrada.
Algo similar refiere el periodista Leonardo Silva. En su caso, pese a estar protegido por medidas cautelares, acusa haber visto “cosas raras”: autos policiales que rondaban con insistencia alrededor de su casa, autos particulares con civiles que estacionaban justo al frente y que arrancaban apenas él salía a preguntar a los ocupantes si se les ofrecía alguna cosa.
Con todas las evidencias a la vista, después de cuatro horas, el capitán Ricardo Luengo quedó en prisión preventiva en un cuartel policial de La Serena. Y en junio último, cuando ya había sido traslado a un centro de detención en Santiago, fue nuevamente formalizado por apremios a P.J.A.V., de 23 años, a quien el capitán Luengo persiguió por varias cuadras después de sorprenderlo golpeando con una piedra el fierro de una pasarela peatonal, en señal de protesta.
Cuando lo capturó, en las cercanías del Hospital de Coquimbo, Luengo hizo lo de siempre: junto a sus hombres, golpeó fuertemente al joven en el suelo. Y una vez que paró, de acuerdo con el testimonio de la víctima, lanzó una frase: “A este, déjenmelo a mí. Es mi trofeo”.
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De todos los hechos catastrados para este reportaje, el que involucra al capitán Ricardo Luengo es el único donde existe un formalizado en prisión preventiva. Es más: a mediados de este año se firmó el decreto que establece su retiro temporal de Carabineros y desde comienzos de octubre pasa sus días en el Anexo Cárcel Sucre de Ñuñoa.
En tanto, la suerte de los carabineros Eduardo Mañán Cáceres y Belisario Morales Martínez se decidirá el 9 de noviembre, fecha en que está fijada la audiencia de formalización por el disparo de una escopeta de perdigones que significó, entre otras graves lesiones, la pérdida de un ojo del estudiante universitario de 24 años de iniciales R.V.I.C.
Como se ve en el video que el joven grabó la tarde del domingo 21 de octubre, este caminaba junto a un amigo por la vereda de la Gran Avenida José Miguel Carrera, a la altura del Paradero 23 y medio, en La Cisterna, cuando se cruzaron con un grupo de carabineros. Uno de ellos, para apurarlos, pateó por la espalda a su amigo, y R.V.I.C, enfocando al agresor, acusó a viva voz: “Oye, estái grabado, Mañán… Estái grabado, te caché el apellido”. Mientras se alejaban, su amigo gritó “Pajarón culiao”. Y ese fue precisamente el momento en que se escucha y se ve el disparo de escopeta que impactó de lleno el rostro del estudiante.
En el caso de Moisés Órdenes, pintor de 55 años agredido en Plaza Ñuñoa, hay trece funcionarios formalizados por los delitos de torturas, falsificación de instrumento público y obstrucción a la investigación. Sin embargo, todos están libres y siguen trabajando en diferentes comisarías, tal como quedó en evidencia en una audiencia de la causa celebrada a fines de septiembre último. A juicio de la familia de la víctima, lo incongruente de este caso es que ya en diciembre de 2019, la investigación sumaria Nº 13184/19 de Carabineros, firmada por el capitán Jorge Gutiérrez, recomendaba apartar de la institución a seis de los uniformados involucrados en la golpiza, entre ellos al teniente a cargo del piquete, Martín Blanc Cabrera. El mismo general director de Carabineros, Mario Rozas, había dado señales en ese sentido en diciembre, pero nunca se concretó dicha medida. En la familia de Moisés Órdenes acusan complicidad de la institución y maniobras dilatorias por parte de las defensas de los uniformados implicados.
Las dilaciones, de cualquier modo, han sido comunes en los casos identificados en este reportaje, y no solo por eventuales maniobras de los involucrados. De hecho, en la enorme mayoría de los casos, el progreso de las investigaciones ha sido mínimo, aún en aquellas donde supuestamente existen evidencias para identificar a los responsables.
Desde que presentó la denuncia, Rodrigo Palavecino no ha sido llamado a prestar declaración por la fiscalía que lleva su caso y no han formalizado al oficial que le disparó, no obstante que existen fotos y videos con su imagen. Lo mismo en el caso de Johan Berna, el fotógrafo de Iquique que identifica a su agresor como el capitán Marco Antonio Pérez, quien sigue en funciones en la Subcomisaría de Fuerzas Especiales de Iquique y ha sido mencionado en otros casos de la región.
Al preguntar por él en esa subcomisaría, se indicó que seguía trabajando ahí, pero que se había tomado una semana de vacaciones.
A juicio de la delegada regional del INDH de Tarapacá, Lorena de Ferrari, existen otras variantes. El fiscal a cargo agrupó la denuncia de Johan Berna junto a cerca de otras quince que aparentemente no tienen relación entre sí. Además, Johan no ha sido llamado a declarar a la fiscalía, y cuando su denuncia fue presentada por el INDH regional al juzgado de Iquique, las evidencias acompañadas a la querella no fueron remitidas en su momento a fiscalía. Es, por tanto, una investigación estancada.
Hay además otras consideraciones comunes a estos casos. El estudiante de 21 años Gonzalo Sánchez, que fue golpeado y detenido por carabineros de San Pedro de La Paz tras ser sorprendido sacando fotos, fue citado a declarar por la Policía de Investigaciones de Talcahuano. “Tengo miedo de que me reconozcan y sepan donde vivo. Si me preguntan, me moriría de miedo de reconocer a la persona que me agredió, no me sentiría seguro”, dice el estudiante, que pese a sus temores ratificó la denuncia a fines de 2019.
Jonathan Montano y Francisca Alfaro también tienen miedo, aún cuando ahora viven fuera de Chile. Tienen miedo, pesadillas y, en el caso de Jonathan, dolores que persisten y lo obligan a caminar con ayuda de un bastón. Habían decidido que no volverían a hablar más públicamente del tema, pero cuando vieron las imágenes del adolescente arrojado a las aguas del Mapocho por un carabinero, cambiaron de opinión. “Tengo terror, la verdad”, dice Francisca, “pero estas cosas tienen que parar”.